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De Roosevelt a Abinader: dos contextos

El próximo domingo se inicia en nuestro país un período constitucional atípico: por primera vez, desde noviembre de 1844, un gobernante asume la presidencia de la República en medio de un estado de excepción formalmente declarado por su antecesor. Un estado de excepción motivado por el impacto de la peor crisis sanitaria y económica que haya conocido el mundo moderno.

Es un momento sombrío, de temores, incertidumbres y enormes desafíos. Pero también es un momento, con el perdón de Dickens, para Grandes Esperanzas. Y no se trata de la esperanza del optimista insensato, incapaz de ver la realidad en sus justas dimensiones. Se trata de una esperanza cifrada en una lectura de la historia como un escenario en el que el ingenio y la capacidad de cooperación a gran escala del ser humano, han logrado siempre sobreponerse, ensanchando las brechas del progreso y la civilización, pese a las grandes adversidades que ha tenido que enfrentar en su devenir.

Pensando el momento que vivimos en clave de esperanza, he vuelto a leer los discursos políticos de Franklin Delano Roosevelt en los que dio forma a su idea del New Deal para el establecimiento de “un nuevo orden de competencia y coraje” en los Estados Unidos de entregerras. Leer esos discursos de hace casi 90 años, junto a las informaciones actuales sobre algunas de las decisiones que ha venido anunciando nuestro Presidente electo, afianzan la esperanza de que saldremos a camino y fortalecidos como país del duro trance en que nos encontramos.

En el discurso de aceptación de la nominación presidencial en la Convención Demócrata, en 1932, Roosevelt anunció, como parte de un “programa inmediato de acción” la decisión de “abolir departamentos que no tienen utilidad” en la administración pública. “Debemos eliminar funciones innecesarias del Estado, funciones que, de hecho, no son realmente esenciales para el mantenimiento del Estado. Debemos fusionar, debemos consolidar subdivisiones de la administración y, como hacen los ciudadanos privados, prescindir de lujos que ya no podemos costearnos.”

En ese mismo discurso, rememorando sus ejecutorias como Gobernador de Nueva York recordaba Roosevelt: “He favorecido el uso de ciertos tipos de obras públicas como recurso de emergencia para estimular el empleo y la emisión de bonos para sufragarlas.”

No se trataba sólo de una apelación a la generación de empleo como una cuestión coyuntural impuesta por la crisis. Se trataba de una visión del trabajo, en primer lugar, como forma de dar respuesta a una de las necesidades más sentidas de la población y, por otro lado, como fundamento moral de la sociedad: “El bienestar y la salud de un país dependen, primero, de lo que la gran masa del pueblo quiere y necesita; y segundo, de si lo consigue o no. ¿Qué es lo que más quiere el pueblo americano? Creo que dos cosas: trabajo, con todos los valores morales y espirituales que lo acompañan; y con el trabajo, un grado razonable de seguridad.” Porque trabajo y seguridad son más que palabras. Son más que hechos: “ son valores espirituales, el objetivo genuino hacia el que nuestros esfuerzos de reconstrucción deberían encaminarse.”

El 4 de marzo de 1933, en el discurso inaugural de su primer mandato volvía sobre el trabajo y el rol del Estado en la generación de empleo en un contexto de crisis: “nuestra primera gran tarea es poner a la gente a trabajar (...) Puede lograrse en parte a través de contratación directa por el Estado, tratando dicha tarea como trataríamos la emergencia de una guerra.”

Un asunto que tuvo claro el Presidente de los Estados Unidos, incluso antes de ser electo presidente, era que la magnitud de la tarea que tenía por delante rebasaba sus capacidades, y las de su partido, para ser enfrentada con éxito. Que precisaba convocar a toda la sociedad para poder llevar a cabo un programa viable de reconstrucción: “En cada hora sombría de nuestras vida nacional, un liderazgo de franqueza y vigor se ha encontrado con esa misma comprensión y apoyo del pueblo, que resulta esencial para la victoria. Estoy convencido de que de nuevo me darán ese apoyo en estos días críticos.” En su primera investidura fue todavía más preciso sobre lo crucial de la unidad: “afrontamos los días difíciles que se nos avecinan con el coraje cálido de la unidad nacional.”

Es esperanzador, en medio de esta crisis, leer esos discursos de Roosevelt y tener conocimiento del formidable resultado de sus ejecutorias. Y es especialmente esperanzador leerlos mientras el Presidente Abinader convoca a la unidad nacional para enfrentar la crisis; anuncia un ambicioso plan de reestructuración institucional, por vía de la eliminación y fusión de muchas instituciones superfluas; e insiste en la importancia de las obras pública para la generación de empleo.

Desde siempre la humanidad, y muchos de los países y regiones en los que modernamente se parcela, han estado expuestos a catástrofes que han puesto en entredicho las posibilidades de su propia subsistencia. Pestes devastadoras, hambrunas, crisis económicas, guerras mundiales, inundaciones apocalípticas, son apenas parte de un dilatado enfrentamiento humano con un entorno al mismo tiempo hostil y caritativo.

Pero el ingenio humano ha sabido dar respuestas que ofrecen sólidos motivos para la esperanza y la confianza. De la peste de Bizancio a la biología molecular, y la formidable revolución que para las ciencias de la salud la misma ha supuesto. De la crisis financiera de 1929, y el cisma que representó la Segunda Guerra Mundial, al más espectacular período de crecimiento que al decir de los expertos ha conocido el sistema económico internacional. Hoy en el mundo, y aquí, en nuestro país, no será la excepción.

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