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Riqueza
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Don dinero

Lo siento, pero no me provocan las listas Forbes, mucho menos las crónicas de sus célebres fortunas. Me inspiran otras realizaciones. Hacer o acumular dinero es un oficio sin espíritu con menos sensibilidad que apilar piedras. Sí, lo sé, desataré demonios en mi contra. No pocos me imputarán otros apellidos: falso, hipócrita y frustrado. Justo por ahí comienzo: si amontonara piedras, créanme que nadie se molestaría en arrojarme adjetivos. Y es que la “esencialidad” del dinero, como ofuscación posmoderna, aviva todos los prejuicios, sobre todo cuando falta el “sentido común” para valorarla como lo hace el común de la gente. Es ineludible pensar que se está fingiendo o presumiendo de humildad.

Si mi confesión nubló la lógica capitalista, me permito aclararla: me importa el dinero, no así la vida de quienes se creen tasados por su valor. No es humanamente cómodo ser definido por lo que se acumula. El hombre es más que sus logros. Eso de “valer” dos mil millones de dólares me hace sentir una bóveda fría y metálica. Aprecio, en cambio, el sentido humano del desapego: esa sensibilidad que separa la vida de los bienes y evita enajenarnos en la confusión. Es virtuoso alcanzarlo, pero supone transacciones trascendentes con uno mismo. La imposición del “ser” al “tener” es épica, sobre todo en una sociedad con escasas construcciones espirituales, dispuesta a estimar la realización por los balances patrimoniales. Ese es el poderoso y torcido modelo que nos impone la pesada “ideología del éxito” en su ligera cultura de marcas, ostentación y consumo.

Toda cursilería es una verdad cansada; pido disculpas por apelar a una, y es que no podría ser más preciso si no acudo a una frase tan simple como esta: “El dinero es un medio, no un fin”. Repetirla hasta el desgaste no ha bastado para llegar al centro de su comprensión. Es que antes que tener, somos. De su reflexión deriva la misma pregunta: ¿Para qué el dinero? Tengo una teoría muy personal sobre este punto y es básica: el valor esencial del dinero es revelar la hondura de nuestra naturaleza. Esa condición es para mí su mejor atributo; ahí se aloja su auténtica riqueza espiritual.

La actitud frente a las posesiones determina nuestras visiones y prioridades existenciales. No en vano Jesús dijo: “Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mateo 6:21), y es que los bienes son muy generosos al momento de probar lo que somos; “ordenan” nuestros verdaderos intereses y atenciones de vida. ¿Quieren conocer los límites de la amistad? Préstenle dinero a un amigo. ¿Quieren probarse? Regalen lo que más valoran. Un adecuado justiprecio de las posesiones nos permitirá discernir lo central de lo periférico. Antoine Rivard, político francocanadiense, escribía: “Hay personas que de sus riquezas solo tienen el miedo a perderlas”. El dinero no cambia a las personas, las revela como son. Los deseos no son intrínsecamente malos: son fuerzas emotivas o impulsos expresivos de nuestras aspiraciones; lo que los hace malos son las intenciones que los animan. Quienes deciden si el dinero es malo o no son sus dueños.

Hace varios años visité a un empresario con un proyecto de gestión solidaria. Antes de conocer el plan me preguntó quiénes estaban involucrados. La naturaleza del proyecto no me imponía ninguna reserva, así que empecé a darle algunos nombres. Por cada mención su expresión se inmutaba, hasta que me interrumpió con un inesperado “está bien... está bien”. Remató mi asombro cuando me declaró que su mayor aporte era “darles” empleo a las ochocientas familias de sus empresas. No pude evitar la resistencia y le inquirí sobre su valor del trabajo. ¿Qué tendría usted sin esas manos?, le pregunté. Contestó infundido: “Al revés, ellos han encontrado trabajo en mis empresas”. Callé por respeto (pero a mí). Unos años más tarde me correspondió asistir a una conferencia de ese acrisolado fulano sobre la responsabilidad social corporativa en uno de esos aburridos y rígidos foros empresariales. Pocos meses después su figura le daba portada a una revista de negocios en la que se destacaba “su sensible visión del desarrollo humano”. No hice ningún juicio de valor, pero me sentí enormemente confirmado en no compartirla. Siempre he pensado que los que dan mala reputación a la riqueza son sus dueños.

En suma, el valor del dinero se aprecia por lo que es capaz de lograr en la vida de gente humanamente rica. Pocos son recordados con trascendencia por su opulencia. La vida se agota inexorablemente y con la muerte las cuentas bancarias quedan bloqueadas. Nuestra verdadera fortuna es vivir y eso no se compra, lo que cuesta es darle propósitos y valor con nuestros compromisos.

Vivimos la primacía del individualismo y su libertad sin referencia solidaria. El mercado, como religión, impone su culto, exaltado en la acumulación ostentada para lograr acreditación o respeto social. Regresamos al imperio de los sentidos y la búsqueda del placer en el consumo adictivo. En ese sistema de enajenación, controlado por el mercado, la acumulación y el consumo, el dinero encuentra su trono como lo que ya es: el dios del capital.

Como consultor legal y corporativo he visto fortunas evaporarse después de la muerte de su constructor. En Europa el 75 % de las empresas son familiares y representan el 68 % del producto interno bruto; el 40 % sobrevive la transición de la primera a la segunda generación y solo del 10 % al 15 % logran pasar de la segunda generación a la tercera. De esa realidad nace el dicho “El abuelo la crea, el hijo la amplía y el nieto la quiebra”. Nos desvivimos por acumular sin saber quién finalmente se quedará con lo que fundamos. Mi consejo: disfrute lo que no cuesta nada (sol, lluvia, viento, mar, cielo, montaña, sonrisa, amigos, abrazos...). El dinero es generoso hasta que nos pida la identidad a cambio de sus favores. Invirtamos en la vida, que hasta ella es prestada. Y tanto más liviana... más plena. ¡Júrelo!

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.