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Y se va la vida...

Somos la suma de elecciones buenas o malas, no de años. Lo nuestro no es una carrera de tiempo sino de propósitos.

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Y se va la vida...

El tiempo no se ahorra ni se compensa, tampoco espera. Pasa sin retorno y a su manera. Es más, para algunos solo habita en aquello que mide el reloj. Por más teorías empeñadas, siempre será una idea abstracta del “movimiento” de la existencia para ordenar, separar o secuenciar sus eventos.

No le debemos al tiempo más que la conciencia de la mortalidad como condición sometida a su puntual mandato. Al final, la vida somos nosotros. El escritor Denis Waitley escribía: “El tiempo nos ofrece a todos las mismas oportunidades. Cada uno tiene los mismos minutos y horas al día”. Atraparlas, dejarlas pasar o no advertirlas es decisión de cada quien.

El valor de la vida no reside en lo que “perdura” sino en lo que “somos” en ella. Y no hablo de hacer sino de ser. “Hacer” no nos define esencialmente, apenas nos expresa accidentalmente. “Ser” es un constructo integral que reúne y concilia en un todo las distintas realizaciones humanas. Somos la suma de elecciones buenas o malas, no de años. Lo nuestro no es una carrera de tiempo sino de propósitos. Lo afirmo porque, al momento de cerrar balances, muchos tasarán su existencia por el tiempo vivido o por los logros atesorados y no por el peso de sus construcciones interiores. A la postre, de eso se trata. Entender esto desde una perspectiva geométrica supone medir la vida por área y no por longitud. No es una carrera lineal sino accidentada; atestada de ángulos, vértices y trazos para dimensionar sus propósitos en el tiempo.

Apartaré un día para “auditar” mi vida, porque todavía no lo he hecho de forma conclusiva. Cuando lo decida, procuraré la mirada de una vieja montaña, el tibio crujido de una hoguera y un chocolate humeante; entonces pensaré en ella como fermentación inacabada del tiempo. Celebraré con igual gozo las confirmaciones (activos) y los arrepentimientos (pasivos).

Quisiera que el saldo inevitable de ese examen sea una sacudida casi extática por haber honrado propósitos altos y consistentes de existencia. Lo presiento. Esa es y será la recompensa más meritoria de haber vivido. A los que el tiempo les da tal oportunidad, sin considerar la edad de la vida, deben autoproclamarse afortunados. Parecida reflexión tuvo el Apóstol Pablo al traspasar el umbral de su ocaso y esta fue la conclusión: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, ... Por lo demás, me está guardada la corona de justicia...” (2 Tim. 4:6-8).

Para quienes hacen esa declaración testimonial la muerte tiene sentido de coronación. La “vivirán” como un hondo respiro de victoria o como la describiera el poeta Oscar Wilde: “... yacer en la suave tierra marrón, con la hierba ondeando sobre la cabeza, y escuchar el silencio. No tener ayer ni mañana. Para olvidar el tiempo, para perdonar la vida, para estar en paz”. Petrarca decía “Un bello morir honra toda una vida”. Quiero esa muerte. Pido esa muerte. ¡Dios!, dame esa muerte.

Pero ¡qué va! Nos gastamos en el tiempo esperando mejores tiempos; creyendo que siempre habrá oportunidades o viviendo el temor de perder las logradas. Ese es el relato de vida de tantos mortales. Y es que todos tenemos un oscuro tirano que nos roba vida para en nombre de ella persuadirnos de que triunfamos. Algunos se conforman con la estafa; otros mueren con la frustración. Su opresivo dominio es indoloro. Bajo su sombra aparecen las canicies, se congelan las decisiones y se amontonan los años. Ese caudillo, de apariencias bondadosas, solo nos suelta al perder las fuerzas; es entonces cuando nos damos cuenta de que la vida apenas pasó sin enterarnos; que hicimos cosas que poco o nada agregaron valor a lo esencial, privados de “sentirla” o de “encontrarnos” en ella. Ese amo tiene distintos nombres para imponer el mismo señorío; se llama indistintamente trabajo, bienes, orgullo, culpa, odio o pasado. Cada motivo honra el pretexto más mediocre para no vivir.

Hay quienes esperan aclamaciones cuando declaran haber trabajado treinta, cuarenta años o más, como si esa condición fuera razón suficiente para pagar la cuota de vida o merecer la eternidad. Otros, aún más confundidos, confiesan, con irrebatible orgullo, haberle rendido toda una existencia a una empresa, un proyecto o una relación. De objetos o medios se hicieron fines o sujetos en sí mismos, desplazando a las personas, quienes, en ese trance de enajenación, perdieron centralidad, identidad y libertad. Peor es cuando el individuo se convierte en una mera hipoteca de sus bienes. No es humanamente cómodo ser definido por lo que se acumula. El hombre es más que sus logros. Eso de “valer” tantos millones de dólares me hace sentir metálico. Aprecio, en cambio, el sentido humano del desapego, como sensibilidad que separa la vida de los bienes. Es virtuoso alcanzarlo, pero supone transacciones con uno mismo. La imposición del “ser” al “tener” es épica en una sociedad dispuesta a valorar la realización humana por los balances patrimoniales. Ese es el torcido modelo impuesto por la pesada “ideología del éxito” en su ligera cultura de marcas y consumo.

El tiempo no se agota, sencillamente morimos. Ese día, mes y hora se registrarán en un documento oficial que abrirá el inicio de nuestro olvido. Antes de ese evento, es posible que tengamos la oportunidad de “cotizar” nuestra historia. En ese instante, absolutamente solemne, las cosas regresarán a su lugar para recibir el exacto valor que merecen. Es muy posible que lleguemos a la conclusión de otros tantos: el precio de nuestra vida se calculará no por la consolidación de nuestros logros sino por cada pisada reconocida en la historia de los demás. Qué pena comprender tan tarde que no hay sentido real de existencia sin considerar lo que fuimos en el prójimo.

Termino con Viktor Frankl: “La muerte solo puede causarle pavor a quien no sabe llenar el tiempo que le es dado para vivir”. Y remato con Marcel Proust: “El amor es el espacio y el tiempo medido por el corazón”.

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Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.