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A las bibliotecas hay que alimentarlas

Sorpresivamente, en mi pueblo nativo, vi a Mario Vargas Llosa bajar solitario las escalinatas de la Iglesia Sagrado Corazón de Jesús. Yo estaba en Moca de fin de semana y cruzaba por allí cuando observé, asombrado, al futuro premio Nobel. Lo vi caminar entonces por la calle Sánchez, y aunque no quise acercármele para saludarle y preguntarle el motivo de esa rara visita, si lo seguí en mi auto, muy discretamente, constatando que, con papel en mano, miraba la estancia que fuera de Antonio de la Maza, la casa de don Vicente de la Maza, y continuando por la calle Duarte posaba su mirada aquí y allá, y hacía preguntas a algunos transeúntes. Lo supe después: estaba en el proceso de investigación para escribir La fiesta del chivo.

Tiempo más tarde alguien me dijo que Mario había visitado otros lugares del país, realizaba largas entrevistas, se interesaba por los más mínimos detalles, como cuando visitando el colegio Santo Domingo –donde el obispo de la prelatura nullius de San Juan de la Maguana, monseñor Francisco O’Reilly se había escondido tras la persecución desatada contra él a la muerte del dictador- preguntó, al ver las cayenas que rodeaban al recinto, si ese tipo de flor era la misma que estaba allí en los años finales de la dictadura. Vargas Llosa habló con mucha gente y cuestionaba a sus interlocutores sobre lo más relevante y lo más nimio, para poder construir su historia del modo más verosímil posible. Cuando ya entró en el proceso de escritura, recordamos que se instaló en una suite del Hotel Jaragua a redactar su novela, y más de una vez lo vi llegar, siempre sin compañía, al restaurante El Vesubio a almorzar. Al final, caminaba de nuevo rumbo al hotel. Nunca lo abordé. La conclusión es que Vargas Llosa, como se ha dicho otras veces, es un auténtico escritor profesional. No deja nada al azar antes de escribir sus novelas y escudriña cada suceso, cada eslabón, cada momento de la historia que desea relatar. La fiesta del chivo está considerada por la crítica internacional como una de sus más grandes novelas y una obra maestra.

Vargas Llosa es un autor, como el caso que mencionamos, de novelas históricas. Unas, directamente lo son por completo; otras, abordan el tema histórico como engarce y empuje de la narración; y las hay de tipo testimonial donde el elemento histórico se asoma al relato con aristas específicas. Parecería difícil determinar cuando la novela es, propiamente, histórica, y cuando la historia es un sustrato narrativo que se incorpora a la ficción para que esta cubra la encomienda central del suceso o de la suma de sucesos que conforman el hecho novelesco. A veces, ocurren confusiones por estas razones. Una novela histórica tiene que partir de claves reales, tiene que adentrarse en el pasado que cuenta con sentido de verosimilitud, los personajes tienen que ser descritos como lo que fueron o parecieron ser, pero con un acopio descriptivo fiel, y lo más importante, la novela debe remitir al tiempo donde transcurrió la historia de modo que el lector se sienta inmerso en la época, en el ambiente y hasta en el clima general –físico, ambiental, humano- en que ocurrieron los hechos que se relatan. Toda novela parte de algún tipo de realidad. La ficción, imprescindible para que no se confunda con un simple relato histórico, tiene que construirse sobre esa realidad. Cien años de soledad, que es la historia de sucesos y personajes que existieron, en un espacio geográfico real, no es una novela histórica porque la audaz capacidad ficcional del autor encendió las luces de la creatividad mágica de los hechos reales, para que personajes, época y pasado, fueran estimados como acontecimientos de la ficción y no de la realidad. La ficción sirviéndose de lo real, en vez de lo inverso, cuando los hechos reales sirven para componer el suceso de la ficción sin apartarse de lo medular que la historia muestra.

Hoy, que la novela histórica se ha puesto de moda nuevamente (tuvo épocas de gloria fecunda) hay muchos ejemplos que corren en las letras narrativas de Santiago Posteguillo, Matilde Asensi, Julia Navarro, Amin Maalouf, Arturo Pérez Reverte, Robert Harris, Ken Follet, Noah Gordon y, entre otros más, Javier García Sánchez que ha escrito una novela sobre Robespierre magnífica. Hablo solo de los que conozco o recuerdo, y obviamente, no menciono a los autores de novela histórica de épocas pretéritas que llenaron un cupo extraordinario en la construcción de este género. Los ejemplos sobran.

¿Qué sucede en la República Dominicana? El Enriquillo de Galván marcó el punto de partida de la literatura narrativa nuestra y de la novela de carácter histórico. No importa la ficción que, en esa novela, creó personajes y leyendas. Supongo que el historiador es poco dado a la lectura de novelas donde su quehacer se funde con la ficción. Es normal que así suceda, porque la novela histórica está muy lejos de la evaluación histórica de los hechos humanos. La novela, de todos modos, funda una ficción histórica que, no pocas veces, es la que termina siendo digerida como la real por los lectores. Pues, a partir de Galván, la narrativa dominicana se fue llenando de narraciones históricas, algunas con escasa investigación, y no pocas productos de cuentos de caminos que ascendieron al nivel de la novelación con atributos disímiles y, en algunos casos, contrastantes. Pero, existen ejemplos de valía: Las devastaciones de Carlos Esteban Deive es un relato fiel, hasta en el uso del lenguaje, lo cual la convierte en una novela de difícil lectura sin dejar de ser una narración señera dentro del casco de la novela histórica. No sucede propiamente así en Viento negro, bosque del caimán, del mismo autor, que es una novela basada en hechos históricos, pero donde el narrador juega con los elementos de la realidad para construir una historia propia. Marcio Veloz Maggiolo ambuló por esos predios con los conocimientos privilegiados de los que pudo hacer gala en sus novelas, pero sobre todo en La Navidad, que podría ser una de las más representativas de la novela histórica dominicana. Over de Marrero Aristy, exhibe una realidad social, pero es en el testimonio donde descansa su proeza narrativa y no en el hecho histórico, por lo cual no entra –ni necesita entrar- en esta categoría para ser una de las piezas más estimadas de nuestra literatura. Lo mismo sucede, dentro de la misma temática, con Tiempo muerto de Avelino Stanley, a mi juicio su mejor libro, que retrata fielmente la dura realidad del cañaveral y el drama de la etnia cocola que pobló nuestros campos de azúcar, proviniendo él, de parte de su padre, de esa importante configuración racial de la dominicanidad. Manuel Salvador Gautier construye en Tiempo para héroes, su célebre tetralogía con la que abrió fuentes en nuestra literatura, una fornida novela histórica basada en la expedición de junio de 1959. Una novela olvidada, tan realista que algunos la han confundido con un ensayo, es Anónimos contra el Jefe de Jaime Lucero Vásquez. Marcio Veloz Maggiolo me llamó a fines de los ochenta, cuando esta novela fue publicada, para compartir mi criterio de que era una de las mejores novelas de la literatura dominicana. Es una narración donde lo testimonial –por la militancia política antitrujillista y luego en partidos de izquierda del autor- ocupa un puesto de primacía, y sobre esa base levanta una narración esplendente de tipo histórico.

La historia ha seguido siendo la materia prima de un grupo importante de novelas, como las escritas por Julia Álvarez (En el tiempo de las mariposas, En el nombre de Salomé), Emilia Pereyra con El grito del tambor. Edwin Disla (Manolo, Los que comulgaron con el corazón limpio), Bruno Rosario Candelier (El sueño era Cipango, El degüello de Moca). Menciono tres casos en que las novelas no pueden ser consideradas históricas, pero tienen valor testimonial y formulan la crónica de sucesos específicos con nombres reales en ocasiones, o valiéndose del conocimiento de los hechos los autores adoptan personajes con nombres supuestos. Por ejemplo, Ángel Lockward con La tragedia Llenas, Manuel Matos Moquete con Los amantes de abril, y Los pobladores del exilio. Y Manuel Brugal Kunhardt que ha escrito, a edad madura, dos novelas trepidantes: Los que vieron las casas victorianas, donde puede determinarse bien al protagonista real, y la más reciente, Peldaños, que cuenta una historia que nadie había asumido, la de los jóvenes que fueron enviados a estudiar en los países llamados entonces de la órbita socialista. Y el suceso literario más reciente, el libro del momento, Morir en Bruselas de Pablo Gómez Borbón, con un tema que ya había abordado Freddy Aguasvivas hace veinte años en El olor del olvido, que es una narración en base a sus investigaciones sobre el suceso, pero no en forma novelada. Morir en Bruselas es un auténtico thriller. Gómez Borbón ha hecho una investigación como la realizada por Vargas Llosa para sus novelas, y en especial para La fiesta del chivo, una pesquisa minuciosa, osada, detallista, una novela técnicamente bien elaborada, que mantiene al lector apegado a su lectura con emocionado y conmovido interés. Novela testimonial, de rasgos históricos. Las novelas no pueden, como ciertas películas o series televisivas, llevar un cintillo que indique que está basada en hechos reales. La literatura no necesita de esa advertencia. Pero, no hay nada que mueva más el interés lectorial que una buena novela que se sustenta en historias reales. Como las mencionadas, hay otras de este tipo en nuestra literatura que vale la pena conocer.

Una biblioteca no debe ser un simple reservorio de libros. Una biblioteca debe ser un ente dinámico, estructurado para que los libros sean objeto del deseo, pasión del interés investigativo, canal de conocimiento. Y, como los conocimientos están en constante ebullición -se transforman, se superan, se enriquecen- una biblioteca debe recibir, de forma permanente, nuevos habitantes que, desde sus anaqueles, oferten la luz de la sabiduría que atesoran, promuevan el interés por la investigación, estimulen la lectura reflexiva y articulen la búsqueda del pensamiento razonado, de la inteligencia consolidada, del discernimiento intelectivo, de la creatividad y el ingenio narrativo y poético.

Una biblioteca no es, no debiera ser, un simple espacio de actividades que, en cualquier caso, es solo parte de su proyección: conferencias, presentaciones de libros, conversatorios literarios o científicos. Una biblioteca es, fundamentalmente, el asiento de una población de saberes donde coexisten diversas clases de escritura: poesía, novela, filosofía, ciencia, cuento, ensayo sociopolítico, historia, todas las manifestaciones del pensar, sin desdeñar ninguna. Una biblioteca pues, sobre todo si es de carácter público o universitario, no debe ser nunca un organismo estático, paralizado en el tiempo, depósito de libros muertos, enfermos o caducos. Ha de ser siempre un organismo vivo, con todas sus células del saber activas y, como tal, una entidad de servicio que guarda un patrimonio esencial de la cultura de un pueblo y que, a su vez, se destina a dar a conocer ese patrimonio a sus ciudadanos, desde los más pequeños que llegan de sus escuelas, hasta los mayores que deben tenerla como el centro de investigación por excelencia del país.

La Biblioteca Nacional José Martí, de La Habana, que cumple en octubre próximo 120 años de su establecimiento, es la depositaria del patrimonio documental de la nación cubana –bibliográfico, artístico y sonoro- y posee colecciones de libros de toda la cultura universal, desde el Renacimiento hasta nuestros días, enfatizando en la bibliografía española por ser ella la fuente cultural y lingüística que define a la cultura cubana y a la de toda América Latina. Pero, además, esa gran institución, que posee varios millones de libros, dirige el sistema nacional de bibliotecas de Cuba con alrededor de cuatrocientas entidades en toda la isla. La Biblioteca Nacional de Buenos Aires, que cumple justamente este sábado 18 de septiembre, 211 años de haber sido fundada, es una de las entidades de su tipo más importantes del cono sur, con millones de libros en sus ordenados anaqueles. Las grandes bibliotecas, están constantemente renovándose, adquiriendo nuevas colecciones, exigiendo legalmente a sus escritores la entrega de dos o tres ejemplares de los libros que publican para que el acervo cultural nacional no se disgregue y se mantenga actualizado. Hay corredores internacionales que se dedican a adquirir libros en distintos países y en casas editoriales para nutrir las bibliotecas universitarias del mundo. No se entiende que una buena universidad sea tal si no tiene una biblioteca respetable, cuantiosa y ordenada.

¿Adónde nos llevan estas disquisiciones? A la necesidad de que la Biblioteca Nacional Pedro Henríquez Ureña establezca, de una vez y por todas, un mecanismo de adquisición de libros de forma constante, solicitando a las más altas instancias del país que le provea de fondos exclusivamente destinados a este objetivo. Muchas veces los escritores y particulares que poseen buenas bibliotecas no saben a quién venderlas o donarlas, por lo que nuestra Biblioteca Nacional debe crear un ambiente de confianza que genere respeto por la institución y seguridad de que sus fondos se mantendrán allí bien conservados. La biblioteca del historiador Julio Jaime Julia, fue repartida entre la Universidad Católica Santo Domingo, la universidad UTESA y la Biblioteca Municipal Gabriel Morillo, de su pueblo natal. Adriano Miguel Tejada legó en vida su biblioteca personal también a la biblioteca de su comunidad, y los libros especializados que siguió conservando, fueron entregados por sus parientes luego de su muerte a su alma mater, la PUCMM. La biblioteca de Aída Cartagena Portalatín se encuentra también en la UCSD, y las de Enriquillo Sánchez y Frank Moya Pons, entre otras, en la Biblioteca Juan Bosch de Funglode. Casos similares nutren por igual otras bibliotecas universitarias y municipales.

Pero, debemos llamar la atención sobre cuatro bibliotecas que necesitan ser adquiridas por el Estado a la mayor brevedad para que pasen a ser patrimonio de la nación y sirvan para acrecentar el caudal bibliográfico de nuestra Biblioteca Nacional que no debe llegar a los 200 mil volúmenes, por lo cual ha de definirse como una entidad estática. En estos momentos, estas cuatro bibliotecas patrimoniales, por la nombradía intelectual de los propietarios de tres de ellas, y la otra por representar el esfuerzo de décadas de su mentor y director, deben pasar a ser propiedad del Estado, sea por compra directa o porque algunas instituciones bancarias –Banco Central, Banco de Reservas, Banco Popular- destinen recursos para esos fines. Estas bibliotecas son:

La de Marcio Veloz Maggiolo, quien fuera hasta hace pocos meses el escritor dominicano vivo más importante y una de las cumbres intelectuales del siglo XX. Se trata de una biblioteca amplia y especializada, debido a los ejercicios de saberes múltiples que practicó por muchos años. Su biblioteca es un legado suyo a la nación y sus más de veinte mil ejemplares deben ser adquiridos cuanto antes.

La del gran cuentista, novelista, poeta, René Rodríguez Soriano, la primera víctima de la covid-19 entre los escritores dominicanos, que dejó una biblioteca muy bien ordenada con más de 5 mil volúmenes, a más de documentos y revistas de gran valor. Se encuentra en Houston, Texas, donde vivió por largos años y donde murió a fines de marzo del 2020.

La gran biblioteca del historiador Jorge Tena Reyes, cuyas precarias condiciones de salud impiden mantener por más tiempo este enorme acervo en su residencia. Con cerca de 25 mil volúmenes, contiene probablemente la más completa colección de libros relacionados con Pedro Henríquez Ureña.

Y, finalmente, está la Biblioteca Antillense Salesiana, que comenzó a formarse en Cuba, continuó en Puerto Rico y finalizó en Santo Domingo, en una trayectoria de décadas que encabezó el fenecido sacerdote Jesús Hernández, de tan grato recuerdo. Se trata de alrededor de 150,000 volúmenes, la mayor parte de filosofía, pero donde se encuentran también obras literarias de distinta índole. La suma invertida serviría para los planes sociales y educativos que la sociedad salesiana de Don Bosco ha realizado por largos decenios favoreciendo a la juventud más necesitada.

Estas cuatro bibliotecas deben ser adquiridas por el Estado prontamente. Es una inversión que requiere la cultura dominicana y que contribuiría a iniciar un plan de revitalización de los fondos bibliográficos de nuestra principal institución bibliotecaria. Cada una de esas bibliotecas, de ser adquiridas, deben ser instaladas tal cual en espacios destinados a estos fines dentro de la Biblioteca Nacional, especificando la biblioteca Marcio Veloz Maggiolo, biblioteca René Rodríguez Soriano, biblioteca Jorge Tena Reyes y biblioteca padre Jesús Hernández. En el futuro, otras bibliotecas de personalidades, sus familiares las donarán o pondrán en venta a la Biblioteca Nacional, según sus posibilidades, porque saben que permanecerán intactas y llevarán los nombres de sus parientes, que es una manera de recordarlos y honrarlos. Existe un precedente: el gran periodista, fundador del diario El Caribe, don German Emilio Ornes Coiscou, donó su biblioteca a la Biblioteca Nacional y allí se ha mantenido con su nombre en un espacio aparte. Ojalá nuestro clamor sea correspondido por el presidente Luis Abinader, a quien de modo directo y responsable se dirige esta petición.

La adquisición por parte del gobierno del presidente Luis Abinader sería el mejor regalo para la Biblioteca Nacional en su 50º aniversario de fundación que celebra este año.

TEMAS -

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.