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Barack Obama, cuando llegó la oportunidad

Hillary Clinton y Joe Biden desataron todas sus furias para impedir que Barack Obama ganase la nominación a la presidencia de Estados Unidos en las primarias del Partido Demócrata. Obama se enfrentaba a dos grandes dificultades: la de recaudar los millones de dólares que necesitaba para ganar las primarias de aquel 2008 crucial en su carrera política, y la forma de vencer a Hillary, considerada por el mismo Obama como una “marca nacional”, experta en campañas presidenciales y en “la naturaleza extenuante de aquella empresa”.

Para finales de 2007, Obama estaba veinte puntos por debajo de Hillary, pero pronto la ex primera dama –que siempre era temible cuando se enfrentaba a sus adversarios- comenzó a tener problemas en responder algunas preguntas con la debida precisión, en los debates con su adversario, quien mostraba mayor seguridad. En Estados Unidos es clásica una cena de gala llamada Jefferson-Jackson, que se celebra en Iowa y que marca el sprint final antes de escoger al candidato. En esa actividad, cada contendiente pronuncia un discurso de diez minutos, sin papeles, frente a la prensa nacional y a un millar de invitados. Obama y su equipo planificaron una estrategia, destinada a elevar sus bonos frente al electorado. En ese momento, ya estaba a solo nueve puntos por debajo de Hillary. Contrató autobuses repletos de simpatizantes de noventa y nueve condados del estado de Iowa, cuyo caucus es relevante en la ruta hacia la presidencia de EE UU. Pagó al célebre cantante, pianista y actor John Legend para que ofreciese un concierto a los invitados. Y mientras Barack y Michelle se encaminaban al salón donde se desarrollaría la cena, los tambores de The Isiserettes ponían un aire triunfal, dice Obama, de “ejército conquistador”. [The Isiserettes es un amplio grupo de percusionistas muy jóvenes, surgido en Des Moines, la capital de Iowa, donde es considerado un patrimonio local, que mezclan hip-hop con rock, mientras realizan una escenografía espectacular.] Junto a un discurso que superó al de Hillary, Obama había dejado atrás a la candidata y a su equipo, y la estrategia de partidarios en buses, del concierto de un famoso y de los tamboreros había funcionado a la perfección.

Los Clinton –ya con Bill metido de lleno en la campaña de su esposa- comprendieron que la preferencia electoral estaba modificándose. Entonces, inició la campaña negativa, que llegó a tener ribetes roñosos. Lo primero, que Obama no tenía experiencia ni capacidad para enfrentar al candidato republicano; que en Indonesia, donde Barack estudió cuando era niño, él había escrito en una composición escolar que aspiraba a ser presidente, lo que contradecía el discurso de Obama de que al presentarse a las primarias lo hacía por un ideal de servicio. Resultó imposible demostrar la existencia de ese ensayo infantil de Obama. Y los Clinton arreciaron su campaña contra su oponente donde salieron a relucir malas notas escolares, consumo de drogas, un trabajador comunitario de oscuro pasado y amistades cuestionadas. El propio Bill Clinton se metió en la refriega para respaldar a su esposa y dijo de Obama que era un contador de historietas, y hasta encendió el tema racista, que iba en contraposición con sus posturas conocidas. Era un acto de desesperación frente al avance de Obama en las simpatías del electorado. Uno de los estrategas de Hillary llegó a declarar que Obama pudo haber traficado con drogas. Cuando la especie fue duramente criticada como vil campaña mugrosa, el colaborador de la candidata se vio obligado a renunciar. [En Estados Unidos, como en República Dominicana o como en cualquier otra parte, se hace juego sucio en las campañas electorales, pero, a diferencia de los casos nuestros, cuando se comprueba la falsía de una acusación, el autor de la misma debe renunciar a su puesto y evaporarse del ámbito político]. El sujeto que hizo la aseveración en público se llamaba Billy Shaheen y era copresidente de la campaña de Hillary, quien días después llamó a Barack para disculparse. Cuando Obama le sugirió que debían concentrarse en controlar a sus partidarios, Hillary le recordó que ella había sido víctima de ataques injustos y despiadados de parte de la gente de su contrincante, por lo que el enfado de ella se mantuvo. El “intenso fragor de la rivalidad”, como le llama Obama, no logró recomponerse. El candidato negro tenía bien claro que a ella no le faltaba la razón, y que su equipo estaba siempre preparado para golpearle en cuanto le fuese posible, aunque nunca Obama echó manos de acusaciones de baja estofa. Hillary estaba observando en sus encuestas el avance de su enemigo. A un mes de las primarias, ya éste le llevaba tres puntos de ventaja. El candidato, al que ella le llevaba catorce años de edad, estaba a punto de arrollarla. Su cólera tenía razones para estar encendida.

Por el otro lado, un nativo de Pensilvania que por largos años se había establecido en Delaware, donde inició su carrera política en 1972 y llegó a representar ese Estado como senador durante 36 años, se había lanzado al ruedo de las primarias, al igual que el senador por Connecticut, Christopher Dodd y el senador por Carolina del Sur, John Edwards. Se trataba de Joe Biden. Pronto, este otro candidato demócrata la emprendería contra su compañero de partido, y junto al candidato republicano John McCain, haría uso de la misma acusación de Hillary: que Obama no estaba preparado para dirigir a Estados Unidos. En un debate entre ambos en la universidad de Drake, en Iowa, Barack supo vencerle a base de dos características que se les daban muy bien: el manejo de la ironía, y la respuesta inesperada e inteligente, como la vez en que, durante un debate, el moderador le preguntó a Obama por qué, si insistía tanto en un cambio en la política exterior de Estados Unidos, tenía en su equipo a tantos funcionarios de la administración Clinton. “Que responda a eso”, dijo Hillary. Obama hizo una pausa para “aplacar las risas” y entonces respondió, dirigiéndose a su contendiente: “Porque, Hillary, estoy deseando que algún día también tú seas mi asesora”. Esa noche, al final del debate, Obama había ascendido varios puntos.

De pronto, entró en el juego Ted Kennedy, una “leyenda viva” de Washington, al que demócratas y republicanos respetaban. El hermano menor del presidente asesinado, tenía cuarenta años en el senado representando a su natal Massachusetts, y su experiencia y sabiduría políticas no eran objeto de cuestionamiento. El senador de Illinois fue a verle a su despacho. En aquel “santuario íntimo”, como le llamó Obama, hablaron de temas familiares, de navegación y de sus batallas en el senado. De pronto, a lo que vinimos. Ted le aconsejó: “No intervendré de inmediato, tengo demasiados amigos. Pero, recuerda Barack, no eres tú el que elige el momento. El momento te elegirá a ti. Aprovechas la que puede ser tu única oportunidad o vivirás toda tu vida con el desconsuelo de que dejaste pasar esa oportunidad”. Meses más tarde, el clan Kennedy estaba al lado de Obama. La primera en manifestarse fue Caroline, la hija de John F. Kennedy, quien utilizó a New York Times para dar a conocer su simpatía y asegurar que Barack era producto de las ideas inspiradoras de su padre en los jóvenes estadounidenses. Al día siguiente, Ted decidió intervenir y fue a acompañar al candidato a un acto en la American University de Washington, donde echó por tierra la acusación de Hillary y de Biden, sobre la incapacidad de Obama, señalando que la misma inexperiencia que le endilgaban la habían utilizado otros contra su hermano. Los Kennedy habían hecho su entrada al coliseo. “El respaldo de los Kennedy –afirma Obama en sus memorias- añadió poesía a nuestra campaña”. En pocos días, una “infantería de personas” respaldó su candidatura. Cuando llegó el Súper Martes, habiendo ganado ya en estados clave, Barack Obama tenía la victoria en sus manos. Pronto, tanto Biden como Dodd se retiraron de la contienda. Edwards se mantuvo hasta el final logrando un 1%.

En la noche final de las primarias, cuando empezaron a conocerse los resultados, había vencido a Hillary Clinton por un margen de dos a uno, con cerca de un 80% de presencia afroamericana y un 24% del electorado blanco a su favor. Incluso, tuvo diez puntos por encima de la gran dama de la política norteamericana entre el electorado blanco menor de cuarenta años. Su equipo, al que Obama siempre exaltó, había hecho su trabajo. Cuando salió a pronunciar su discurso de victoria en Columbia, Obama recuerda que las primeras filas estaban ocupadas por estudiantes universitarios, “blancos y negros, con los brazos entrelazados o por encima de los hombros de sus compañeros, las caras relucientes de alegría y resolución”. Faltaba aún la batalla por el premio mayor, pero antes debía recomponer a su partido, cerrar heridas y crear un ambiente de unidad entre los demócratas. Lo primero que hizo fue pedir a sus donantes que ayudaran a Hillary a pagar sus deudas de la campaña. Los millones llovieron y sobró dinero. Joe Biden y Hillary Clinton entrarían en el reino de Barack en posiciones privilegiadas. Bastarían pocos meses para desarrollar la nueva partida de un estratega de equipo que no quiso que pasara de largo su oportunidad.

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José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.