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Hubiese jurado que Kundera había partido

Cuando Milan Kundera llegó a nuestros predios lectoriales, ya tenía veinte años siendo un escritor muy leído, principalmente en su patria natal, la entonces Checoslovaquia. De hecho, Kundera es checo. Había nacido en Moravia, una de las regiones de esta nación europea que, desde 1992, volvió a su estado anterior a 1918 cuando checos y eslovacos, sin pelea alguna, decidieron volver a vivir separados.

Fue entre 1985 y 1987 que Kundera se conoció en nuestra lengua y produjo, de inmediato, un movimiento de lectores abrumador y un conocimiento universal de su obra que fue traducida en 40 idiomas. Sucedió con la publicación de La insoportable levedad del ser publicada en checo en 1984, traducida al español en 1985, pero que en República Dominicana no se conocería hasta dos años después cuando ya la fiebre kunderiana azotaba al mundo.

Creo haber leído todo Kundera, pero nunca quedé impresionado por completo de su escritura. Él era una sensación literaria en ese tiempo –hace 34 años– y lo siguió siendo después, cuando a partir de su séptimo libro, en 1993, abandonó la lengua checa y comenzó a escribir sus obras en francés, aun cuando desde 1975 había logrado emigrar a Francia. Aquella novela de Kundera, que todos recordamos, era un simple libro de amor y de celos, que adquiere su mayor agitación e intensidad en la densa descripción de los avatares de la violencia y la represión tras la ocurrencia de acontecimientos que sacudieron a la entonces nación checoslovaca. Tomás –cuyo pelo siempre olía a sexo de mujer– y Teresa –incapaz de comprender la levedad y la divertida intrascendencia del amor físico– protagonizan una secuela de dudoso amor y de claros desafíos en la vida de ambos, en el que ocupan por igual papeles estelares Franz –“idealista lírico y cursi”– y Sabina, amante de Tomás, y como este y todos los demás, buscadora incansable de una libertad perdida que se afana cotidianamente en conquistar de nuevo. Empero, las descripciones del amor que hace Kundera en su célebre novela, me parecieron siempre fatalmente aburridas; reiterativo, empecinado prohijador de frases felices –de hecho, sus frases tienen hoy justa fama– que buscaba más deslumbrar que orientar la narración por los cauces que el relato apremiaba. La novela es una lucha episódica contra la opresión y la reducción de los fueros internos del hombre a causa del absolutismo y la incansable observación de hechos y actitudes ideológicas y políticas. Describe un combate por la supremacía de la libertad humana en todos sus contextos expresivos, una lucha fiera por la supervivencia de la realidad del amor. Hasta ahí todo parece estar bien.

Empero, Kundera se ejercitó con técnicas infelices –como la del pequeño diccionario de palabras incomprendidas–, reexplicaba aspectos importantes del texto dentro del mismo texto, y trataba de que el lector se motivara con la exposición de las razones del hermoso título de la obra. El escritor checo-francés, que vivió muchos de los momentos que narra, ofrece una visión amplia de aquella nunca olvidada Primavera de Praga, cuando la “vertiginosa liberalización” del régimen de Alexander Dubcek, acabó produciendo la invasión rusa, lo que permite a la novela convertirse en una sólida denuncia contra el régimen socialista, desde luego bajo una visión más identificada con el ensayo político que con la narración literaria. Creía entonces, y tal vez fui muy severo en mis apreciaciones de hace poco más de tres decenios, que Kundera era imaginativo, que tenía salidas brillantes y reflexivas, que incluso era particularmente apasionante en momentos determinados de su relato, pero que su narrativa se resentía, se cargaba, se tornaba arrogante, pesada, sobreabundante, y entonces observaba que perdía ritmo y agobiaba al lector. Escribí que, muchas veces, Kundera parecía querer enseñarnos cómo leer una novela, en vez de mostrarnos cómo disfrutarla.

Tres años después llegó La inmortalidad, que era para nosotros la segunda novela del escritor checo, pero que en realidad era la sexta, pues la había publicado en 1988. La novela contemporánea había dejado de ser lo que había sido diez o quince años atrás –hablo de 1990– desde que Milan Kundera y Umberto Eco, cada uno por su lado, se inscribieron en el roster de los best seller y pasaron a ocupar con sus obras un lugar reservado en las décadas anteriores al surgimiento de sus nombres en el ámbito literario universal, y en especial, en el público latinoamericano, a las prodigiosas novedades del boom y del post boom que nunca fue menos. Recordemos que cuando Kundera comienza a conocerse en la región, los latinoamericanos y caribeños estábamos leyendo El amor en los tiempos del cólera, Camilo José Cela mantenía su vigencia con Mazurca para dos muertos, Patrick Suskind estaba de moda con una novela intensa, de desarrollo muy lineal, El perfume, y Eco sorprendía con El nombre de la rosa, después que, desde finales de los cincuenta, iniciara una relevante carrera como lingüista, semiótico y adorador de la estética. Ese era el line up que enfrentaba Kundera cuando surge a la palestra de la fama literaria en la lengua de Cervantes. Su discurso tenía un origen: las limitaciones de una sociedad ideológicamente encasillada en la que era necesario aprovechar el género para decir la palabra que faltaba, quizá la palabra-denuncia, la palabra-ahogo, la palabra-verbo de la palabra. Kundera reducía o ensanchaba –cada cual podía escoger a su gusto– las posibilidades de la novela como vehículo de expresión o como conducto creativo pertinaz y ortodoxo. Eso creía, no con mucha seguridad. En La inmortalidad volvíamos al mismo dilema: Agnes, la heroína de la novela, enfrentada a un mundo de variables obtusas, comprimidas, aunque muy reales. Y luego, personajes importantes que quizá no determinantes: Rubens, el profesor Avenarius, Goethe y Bettina. Pero, el tema central ¿dónde aparece? Se escurre dentro de un discurso en que la clave, lo fundamental es el pensamiento, la imagen, el debate entre los conceptos y las interrogaciones del ser. Kundera había definido la novela como una “gran forma de la prosa en que el autor, a través de sus egos experimentales (personajes), examina exhaustivamente algunos grandes temas de la existencia”. Esa era su trama: el ser y su instante, el ser y su “nostalgia insoportable”, tan insoportablemente leve y alevosa como la inmortalidad. Me pareció que la segunda novela suya que conocimos era un regreso a la primera que leímos.

¿Qué hacía pues Kundera? ¿Novela o ensayo? ¿Creación o pensamiento? ¿Una historia que no se puede contar porque es mejor pensarla? Uno de sus personajes condena la obediencia “a la regla de la unidad de la acción” en la novela, definiendo a la tensión dramática como la “verdadera maldición de la novela”. Un periodista literario, en una famosa entrevista, le preguntó que si acaso no era la meditación filosófica el procedimiento dominante de sus novelas. Kundera contestó que le parecía impropio el término “filosófico”, porque “la filosofía desarrolla su pensamiento en un espacio abstracto, sin personajes, sin situaciones”. El entrevistador insistió en que él comenzaba La insoportable levedad del ser con una reflexión sobre el eterno retorno de Nietzsche y que eso no era más que una meditación filosófica desarrollada en forma abstracta, sin personajes y sin situaciones. Kundera, tan temprano como cuando surgió La insoportable levedad del ser, había dado respuesta a mis interrogantes sobre su obra, al decir en El arte de la novela que su imperativo “era liberar la novela del automatismo, de la técnica novelesca, del verbalismo novelesco y darle densidad”. Toda mi diatriba con el escritor checo concluyó allí.

Milan Kundera publicó su último libro, La fiesta de la insignificancia, en 2014. Había pasado su estrella. Había dejado de ser el gran escritor tan leído y aclamado. Pero, ya era un clásico, de esos que esperan el Nobel en cada otoño. La pasada semana leí en El País que tiene muchos años que escapó de la figuración pública. Detesta las entrevistas y odia los flashes. Con un grupo de amigos fieles acostumbraba a dejarse ver en cafés y restaurantes. Ya no hace vida social ni literaria. Tiene 92 años, vive en un barrio céntrico de París donde se concentra una gran cantidad de escritores, editores y periodistas. Pero ya nadie lo ve. Acaban de entregarle el premio Franz Kafka, un lauro de su patria nativa con el nombre del escritor que más ha admirado. Envió a su editora a recoger el premio. Me he sorprendido. Podría haber jurado que hacía tiempo que había partido. Marc Bassets, que firma la crónica publicada en El País, afirma que Kundera es uno de los gigantes vivos de las letras del siglo XX. “Un clásico huidizo”, le llama. Yo le creo.

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José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.