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Fernando Ferrán: “La conciencia dominicana continúa expresando lo que ella no es”

El autor ha obtenido este año el Premio Anual del Ensayo Pedro Henríquez Ureña con su libro “Los herederos? ADN cultural del dominicano”

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Fernando Ferrán: “La conciencia dominicana continúa expresando lo que ella no es”
Fernando Ferrán, filósofo y escritor. (FUENTE EXTERNA)

Filósofo de estos trópicos, antropólogo conocedor de los bateyes y experimentado educador, Fernando Ferrán ha sorprendido a muchos que desconocen su larga trayectoria en los ámbitos intelectuales y académicos al ganar el Premio Anual del Ensayo Pedro Henríquez Ureña con una obra en la que desarrolla sus tesis sobre la cultura y el ser dominicano, conquista lograda después de superar obstáculos.

El pensador, nacido en La Habana, Cuba, revela que le sorprendió obtener el reconocimiento por el ensayo que incubó durante mucho tiempo y reconoce que había tenido la tentación de abandonar la pesquisa del código cultural dominicano, pero varios amigos lo estimularon a seguir la escritura del libro publicado en la prestigiosa colección del Banco Central.

De manera prolija, Ferrán, quien fue director del diario El Caribe, respondió varias preguntas de Diario Libre y sus respuestas muestran sus intereses en el campo intelectual y el humanismo de su cultivado pensamiento.

¿Le sorprendió que su libro “Los herederos? ADN cultural del dominicano” ganara el Premio Anual de Ensayo o sospechaba que tenía buenas posibilidades?

Sí, me sorprendió. Y, dicho sea de paso, gratamente. Detallo porqué fue grata la sorpresa.

Según progresaba en la escritura, sometí el manuscrito a algunos buenos lectores cercanos a mí. Sus respectivas advertencias me animaron.

Uno, quien más ánimo me dio, quizá por los años que venimos tratándonos como hermanos, rápidamente puso el dedo sobre la herida abierta que pretendía atender.

Según él, el manuscrito edificaba una visión de conjunto sobre el bosque dominicano como un todo, no uno u otro de sus árboles más augustos, señoriales, frondosos o dominantes. Y debo admitirlo, lo captó al vuelo. Aquellas páginas se articulaban desde abajo, sin entretenerse en mirar a lo alto y entonces narrar por legítima curiosidad intelectual o por encargo la trayectoria de los ejemplares más renombrados.

Otro amigo, científico de los de la academia del mucho saber, leer e investigar asuntos de ciencia propiamente dicha, aplaudió lo que descubría. Con entusiasmo legítimo analizó el documento antes de afirmarme que, por fin, veían la luz del sol las raíces de la dominicanidad en y desde quienes la sembraron, cultivaron y expusieron en suelo patrio.

Un abogado entendido, acostumbrado a argumentar, lo leyó y me dijo así sagazmente, sin aparente ton ni son, ese libro es merecedor de ser premiado donde quiera que lo lleves.

Y, no faltó un buen diplomático y académico que reconocía en la obra una visión original, novedosa y suficientemente documentada llamada a establecer un nuevo marco de referencia para comprender la composición socio-cultural del pueblo dominicano; naturalmente, dentro de algunos años pues, nadie es profeta en su tierra y menos en su tiempo.

Todo eso para dar a entender por qué seguí escribiendo en esos momentos de desánimo, que fueron muchos, en los que alguien que desconoce el buen decir elegante y permanece desprovisto de financiamiento, está a punto de darle al “delete” y mandar a la papelera a decenas de cuartillas virtuales bajo el peso siniestro de esta creencia: basta de escribir, total, nadie me va a leer.

No obstante todo lo anterior, mi doble sorpresa no había llegado.

La primera, el día que se me informó que Los herederos, manuscrito que sometí al departamento cultural del Banco Central para fines de publicación, lo eligieron para figurar en su colección institucional en la serie de Ciencias Sociales. ¡Qué alegría, tan juvenil!, parecía que después de todo el ADN cultural del dominicano vería la luz del día y que alguien ajeno a mí lo había leído.

La segunda, evidentemente, la mañana en que me llamaron del Ministerio de Cultura para darme a conocer que el jurado del Premio Anual de Ensayo Pedro Henríquez Ureña le otorgó el diploma de honor a esa obra.

Me queda por aclarar por qué dije al inicio de esta respuesta que la sorpresa fue grata.

Yo, que con dificultad había superado la tentación de abandonar la pesquisa del código cultural dominicano -porque sus conclusiones no serían leídas y tampoco verificadas para llegar a ser asumidas-, contaba ya, además del círculo de amigos que me estimularon a seguir, unos cuantos lectores adicionales e imparciales que reconocieron que es un “atrevido ensayo acerca de la dominicanidad” que pudiera estar llamado a ser un “gran aporte”.

¿No es eso gratificante para alguien que como yo decidió hace muchos años vivir bajo el sol destemplado que achicharra el Caribe antillano?

En esencia, ¿cuáles elementos conforman el ADN cultural dominicano?

Aun cuando no está en la pregunta, aclaro ante todo que tomo prestado la concepción del ADN biológico y lo aplico al cuerpo social, en particular, dominicano.

Ese cuerpo social -valiéndome de una perspectiva eminentemente antropológica- lo estudio, primero, en función de la organización social y sus respectivos patrones de comportamiento cultural, antes de que supere su histórico regionalismo geográfico y se articule como un todo a partir de la primera mitad del siglo XX.

En ese contexto me surgió la pregunta, ¿qué es lo que permite a la población identificarse y ser identificada, en medio de los cientos de pueblos alrededor del mundo, bajo el gentilicio singular de dominicana?

Considero que la pregunta se justifica por sí sola.

Luego de más de cinco siglos de gestación, historia y memoria colectiva, la conciencia dominicana continúa expresando lo que ella no es (no es haitiana, ni española y tampoco estadounidense, francesa o de alguna otra ascendencia étnica), pero no necesariamente lo que ella significa y deviene. Sabe y dice lo que no es y no lo que es.

A partir de aquella cuestión, por consiguiente, me valí de la técnica del contrapunteo cultural para establecer cómo mutó la composición social dominicana.

Eso ocurrió cuando comenzaron a interactuar entre sí, de manera continua, los integrantes de uno y otro de los tradicionales seis órdenes sociales manifiestos en el país al nacimiento de la República en 1844. Me refiero a la organización social característica de los antiguos hatos, fincas campesinas, campamentos y negocios madereros, vegas tabacaleras, plantaciones agroindustriales azucareras y aparato estatal. Al tiempo de transformarse, mutaban los patrones de comportamiento indispensables para adaptarse al nuevo medio ambiente, no solo natural sino sociocultural.

Despejado el objeto de estudio, intervino aquella metáfora cultural, -aplicada a los genes y sus respectivos memes de información dominante o recesiva-, según alternaban a lo largo del tiempo los rasgos distintivos del pueblo dominicano.

La caracterización identitaria procede de la identificación de cuatro elementos constitutivos de la vida y muerte de todo cuerpo social. Ellos son: su existencia, su hacer, su historia y su conciencia.

Bajo el riesgo de extenderme en demasía, no obstante, expongo la idea genérica del código cultural del dominicano, en el ámbito de esos elementos.

a. Existencia: el gen cultural característico de la formación y existencia del pueblo dominicano es atávico. Recordemos que se trata de una población sin madre y ni siquiera nodriza, pues fue literalmente abandonada a su suerte a los años de fundada la colonia española.

Sus habitantes padecieron desde aquel entonces, de tantas arbitrariedades y exclusiones, como variadas pasaron a ser sus condiciones de vida y de ascendencia familiar, social y étnica.

Dado su estado de orfandad, la existencia del pueblo dominicano como un todo, al igual que la de sus integrantes, se encuentra atraída y hasta atrapada y resentida por todo lo que la precede.

El ritmo circular de las olas la tambalean y mueven..., pero sin que pueda avanzar. Pareciera ser que, por más alto que quiera volar o lejos llegar y prosperar, no obstante, quedara cautiva una y otra vez de una mano no solo invisible, sino afectiva que la devuelve a su estado original de indefinición e ingravidez.

b. Voluntad: El gen cultural que tipifica su voluntad y querer se expresa actuando de manera sinuosa y siempre contrapuesta, por no decir que contraria a sí misma.

Por eso en todo procede a tientas, sin mayor orden lógico, disciplina o causa común. Deambula sin rumbo ni propósitos fijos. A duras penas supera -en aras del bien común- la satisfacción inmediata de sus necesidades perentorias, la búsqueda circunstancial de su placer carnal e instantáneo, o el fruto de sus intereses más exclusivos.

Su voluntad individual elude la general y el empeño con el que afronta las penurias del presente permanece ajeno a cualquier esfuerzo colectivo de bienestar.

Dado su característico zigzagueo, un día da muestras de ser bravío y heroico, pero otros tantos aparecen siendo indiferente, sumiso y desleal. El prócer de hoy mañana reclama su fortuna y no pocas veces incluso traiciona la causa que defendió durante toda una vida.

c. Historia: El gen cultural del mismo pueblo se caracteriza por lo paradójico de su relato histórico.

Ese gen llega a ser tan típico que su realismo no es de corte mágico, como el del reino de este mundo, sino dramático; el laberinto que recorre no es el de la soledad, sino el del abandono; y sus más de cien años de duración tampoco son de solitarias ocurrencias y creatividad imaginaria, sino de miseria en medio de una situación a duras penas soportada por una población bondadosa, compasiva y espontánea que, desprovista de autoridad legítima, continúa revestida de sinsabores y tribulaciones.

Ese historial atestigua que los habitantes laboran para permanecer en su patria chica, mas terminan siendo expulsados de ella en medio de devastaciones y penurias. Son leales a la corona colonial y terminan siendo cedidos a otra.

Como dominicanos, abren el país contra cal y canto al libre mercado internacional del tabaco, -prolongando así el indómito empuje propio y la tradición de vivir de espaldas al gobierno de Santo Domingo-, al tiempo que salen de su minifundio y restauran la república.

Luchan por su república, por su democracia, por su constitución y hasta por la celebración de elecciones, pero los recompensan con ocupaciones extranjeras y con todo un rosario de émulos de cualquier afortunado hombre fuerte que repite el vuelve y vuelve del más de lo mismo, tan inconfundible con el resignado eterno retorno de lo mismo, pues no se priva de nada al decir: dónde está lo mío.

d. Conciencia: Heredera de tanto, la identidad del pueblo dominicano se descubre finalmente recogida en su deshilachada memoria oral y su maltrecho estado de conciencia.

De ahí que la conciencia genérica de esa población -no escribo de todos los habitantes, sino de quienes se reconocen y son reconocidos como miembros del pueblo- concluya reconociéndose como escéptica. Después de todo, no tiene porqué ser optimista y, en medio de sus penurias, carece de tiempo suficiente para descubrirse y regodearse siendo pesimista.

Solo cuenta con su entusiasmo y empuje, inseguridad y desorientación.

En vivo contraste, por ejemplo, con la conciencia estoica cubana, que al sol de hoy todo lo sigue soportando; o con la conciencia infeliz del pueblo haitiano, que ya ni espera ni padece, recargada de opresión, desdicha y desdén; o incluso con la traicionada, entristecida y solitaria conciencia mexicana, en fuga de cuanta difamación se endilgue a su pueblo, la conciencia estoica del dominicano todo lo oye y todo lo duda, todo lo cree y todo lo prejuzga y calla -como dice ese mismo gentío satisfecho en su sabiduría- “a según” los tiempos, las cosas y quién lo diga, quiera o haga.

De modo que, sin prejuicio de lo que acontezca en el porvenir, es en esa unidad final de su estado de conciencia que se asienta y reúne la memoria colectiva de todo aquél que se reconoce y es reconocido como integrante de ese pueblo cuyo gentilicio es “dominicano”.

La situación se agrava, pues ella se reconoce en la actualidad sumergida con resquemor ante un futuro que, de por sí, no está escrito.

No obstante, el desafío temporal, sostengo, en función de la evidencia de campo disponible y lo repito hasta prueba empírica en contrario, que la metáfora cultural del ADN permite discernir el proceso por medio del cuál el cuerpo social de diversas generaciones humanas construye su respectivo código cultural, en tanto que fruto legítimo de su organización social.

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Infografía
Fernando Ferrán mientras participaba en un programa de Teleantillas. (FUENTE EXTERNA)

¿Cuándo supo que tenía que ocuparse de ese tema y qué tiempo le tomó desarrollar sus planteamientos?

Tal y como digo en las primeras líneas del libro, el 5 de septiembre de 1965, al poner pie en el entonces aeropuerto de Punta Caucedo y adentrarme poco más tarde en la escindida ciudad de Santo Domingo. Esa fue la primera vez que me pregunté y supe que tendría que responder: ¿dónde estoy y con quiénes?

La última vez aconteció hace poco más de cuatro años. Durante los primeros días de enero me reintegré por segunda vez en mi vida al claustro de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra, Pucmm, esta vez en su campus capitaleño. Pronto, desde su Centro de Estudios Económicos y Sociales P. José Luis Alemán, SJ., eché una mirada de conjunto al boscoso conjunto dominicano, y dejé entonces de fijarme en uno u otro de los temas apremiantes que hilvanan mi accidentada vida.

Con ese mar de fondo, a inicios del año 2018 me entró la fiebre de abordar una obra guardada en el tintero por demasiado tiempo. Había andado muchos años a pie realizando estudios de campo en el país. Entre otros, estudios de campo antropológico sobre la familia dominicana, el cultivo del tabaco, los bateyes azucareros, la organización de la población fronteriza e incluso mucho antes el comportamiento sexual del hombre dominicano y la vida en barrios populares de la capital dominicana. A la sombra de esa experiencia, en octubre de ese mismo año puse el punto final de la obra en cuestión.

Fueron diez meses frenéticos y de mucho silencio espiritual, excluidos los años y meses de lectura, de estudios de campo en y fuera del país y, como se decía antes, de concebir -sin especular ni deducir- la identidad singular del ser dominicano.

¿Se puede claramente inferir que el ser dominicano ha ido cambiando con el paso de los años? ¿Cómo es ese ser en la actualidad?

¡Cuánto aprecio ese término de “inferir”! que engalana la pregunta, pues lógicamente es ajeno al de deducir en función de alguna teoría y sin evidencia empírica.

Eso advertido, la respuesta es positiva.

Mi concepción y esperanza, en lo que a la patria dominicana se refiere descansa en esa columna vertebral de hombres y de mujeres que rescata el cuerpo social dominicano de su orfandad, lo yergue sobre sus hombros y salva de su asfixia moral, una y otra vez, debido a su dotación cultural.

Mira el movimiento histórico de esa legión de dominicanos anónimos, en la que me baso, la misma que evidencia su verdadero cambio desde aquel día en que

(i) Despertó de su sueño colonial un día como contrabandistas abandonados y desalojados de las costas occidentales de La Española;

(ii) Mutó de manera independiente y emprendedora hasta llegar a las vegas tabacaleras, haciendo caso omiso a gobiernos y leyes, primero coloniales y luego republicanos, para restaurar la misma república que finalmente, debido al compromiso del gen azucarero y del poder político, le sustrajeron nativos y foráneos. Debido a ese revés,

(iii) Se transformó a sí misma en su fase recesiva y, excluida de grandes riquezas y de la asistencia a negociaciones y mesas palaciegas, se refugió en un mercado informal de la economía, más que evidente no solo estadísticamente en el mundo contemporáneo;

(iv) Y desde ahí, ajena nueva vez a la formalidad del ente estatal y de los más afortunados en el reino de este mundo, labra su progreso mientras extraña su propio bienestar, en o desde “los bordes” del suelo patrio.

La consecuencia de todo lo dicho es que la columna vertebral constitutiva del “pueblo” dominicano resulta ser en la actualidad -por razones de su dotación cultural-, tan individualista y valerosa, como desordenada, indisciplinada e informal; pero, y esto lo distingue de cualquier otro en este mundo, no por eso pierde su serenidad y arrojo, ni deja de ostentar su encantadora bonhomía, candor, compasión e impávida solidaridad hacia los suyos y con todos los demás.

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Infografía
Portada de una de las obras de Fernando Ferrán. (FUENTE EXTERNA)

¿De dónde nace su vocación por la filosofía?

Respondo en dos párrafos complementarios.

El primero, a propósito de mi vocación filosófica, muy probablemente viene desde tiempos del vientre materno y, en particular, de la biblioteca de mi padre y su ejemplo.

Si me permites la disgresión de un recuerdo, al cumplir 15 años, me preguntó que qué quería de regalo. Respondí raudo y veloz, dos obras de la editorial madrileña Aguilar: uno con las obras completas de Platón y el otro con las de Aristóteles. Un tío político mío, al enterarse, me llamó y me sopló al oído: “¡Oye, chico!, con esos viejos (refiriéndose a ambos filósofos) no vas a ligar a ninguna muchacha...”

Pero mi vocación intelectual tiene un segundo revuelo, totalmente inesperado e insospechado a la luz de mi pasado.

Al finalizar la licenciatura en el filosofado de los jesuitas en la UCMM, en Santiago, conversaba en Gurabo con “el German”, el padre José Luis Alemán, y recuerdo como si me lo estuviera diciendo en este preciso momento: “Bueno suficiente teorizar. Ahora tienes que dar un giro de 180 grados y volver a la realidad. Cambia de perspectiva, y ninguna como la de la antropología social...”

Además de la belleza del concepto filosófico, ese día puse los ojos en la pasión humana. La comprensión antropológica de pueblos, culturas y sobre todo civilizaciones humanas enteras, me sigue encantando y cautivando hasta el día de hoy.

Por demás, el consejo dado con sabiduría y la mejor intención me llevó a sacar una maestría en esa disciplina social antes de seguir al doctorado en filosofía; amén de que me ayudó a ganarme años más tarde el pan nuestro de cada día y el de mi familia, pues en una cultura monetarizada como la que soportamos, la filosofía mueve la caja registradora aun menos que la antropología y la docencia.

En este momento, ¿tenemos varios dominicanos que se puedan dedicar a pensar en problemas nodales o falta preparación y buen clima?

Por supuesto que sí, algo se sembró y la cosecha ha sido fecunda. Particularmente en clases profesionales ubicadas estratégicamente en diversas instancias estatales –Banco Central, Hacienda, Economía y otras- y del sector privado -bancos, empresas, consultoras y organizaciones de servicio-. En todos esos sitios hay profesionales, por ahora mayoritariamente de raigambre urbana y de clase media, que tienen sus doctorados y algunas maestrías debajo del brazo.

Son ellos los que dan razón la más de las veces a la auspiciosa modernización del país y de su crecimiento.

Y eso hay que reconocerlo aun cuando, así como el sol tiene manchas, aunque no por ello dejar de alumbrar, la institucionalidad y el sistema de axiológico y de interés de la sociedad dominicana exhibe también notables manchas.

Pero por eso mismo, quizás por buscarle la quinta pata a un gato que padece de cojera e inequidad, lo que aun no se cultiva en el país es algo análogo al arte por el arte en el ámbito estético.

Me refiero a cuánto nos beneficiaríamos todos si contáramos con un grupo de intelectuales para los cuales su vida real sea y dependa únicamente de pensar los procesos de la sociedad dominicana y del mundo como un todo. Requerimos quienes se fijen en el ciempiés como tal, y no solo que se especialice en una u otra de sus múltiples e indefinidas patas, de izquierda o derecha, delantera o trasera.

Al igual que acontece con el bosque, que lo hagan por vocación y formación, sin resquemores porque se les haya dicho que lo que hay que hacer es transformar el mundo sin saber por qué, cómo ni para qué, en tanto que circunscrito por una sociedad internacional en expansión, ahora mismo bajo el norte del capitalismo de la vigilancia, de los algoritmos y de los nuevos inquisidores.

En otras palabras, dado que el “trabajo” intelectual no es el más valorado ni cultivado en un país apremiado por el primum est vivere, deinde philosophare (“primero hay que comer, después filosofar”), -y acosado de banalidades y prejuicios-, conviene que cuanto antes, sea en las universidades o en otras instancias del saber, la investigación teórica y tecnológica se desarrollen a la par en aras del ser dominicano y de su contribución singular, inalienable e imprescindible al bienestar propio y de la universalidad del ser humano.

Tarea ardua ésta, dado que no se trata de ganar concursos de actuación ni de popularidad, de efímeros “likes” y citaciones, sino de establecer tradiciones de pensamiento que cimenten por siglos una nueva civilización universal, con raíces occidentales en nuestro caso concreto, y por supuesto que deje atrás la del espectáculo y la ostentación.

¿Qué tanto le ha servido el ejercicio de la docencia para elaborar sus planteamientos?

La enseñanza me es indispensable, por vocación y por hacer.

Enseño mayormente lo que investigo, y alargo horizontes como investigador teórico y práctico de lo que aprendo y escribo antes de enseñarlo.

Es verdad que por razones que solo Dios sabe, soy un improvisado en el oficio de ganarme la vida. Y por eso respondo la pregunta con toda sinceridad valiéndome del duplo conjuntivo docencia–investigación. Las dos son actividades sine qua non para poder solventarme e incluso en el presente, envejecer, con dignidad.

El anexo a dicho duplo ha sido -y asumo que por probalidades de la vida humana me llegó la hora en que debo decir, fue- la incursión algo improvisada en razón de la madre de todas las virtudes: la necesidad, en una que otra actividad gerencial.

Además del tema cultural y del ser dominicano, ¿qué otros tópicos demandan su atención?

Guardo una pasión reprimida en sí misma, desde mi más tierna adolescencia, por la política. Me considero hijo y testigo de varias revoluciones políticas, como las de 1959, 1965 y 1968, respectivamente, en Cuba, República Dominicana y Francia.

Otra pasión, aun más revolucionaria, según Schumpetere, la radical explosión transformadora de la tecnología productiva, digital y afectiva en prácticamente todos los rincones y ámbitos de la vida cotidiana de lo que deviene ser el mundo globalizado.

En su proceso formativo, ¿cuáles autores le han resultado imprescindibles?

Son innumerables y por eso aquí evoco nombres, no temas y menos ideas y objeciones. En el país admiro a Antonio Sánchez Valverde, Pedro Francisco Bonó, Juan Bosch y Manuel del Cabral.

De la cultura cubana saco plato aparte a José Martí, seguido de Fernando Ortíz, Alejo Carpentier y al increíble José Lezada Lima. Y en México, a Octavio Paz y Carlos Fuentes.

Dentro de las disciplinas sociales, en antropología social, siempre aprendo de Marvin Harris, Robert Redfield, Eric Wolf, Oscar Lewis, George Akerloc y Robert J. Shiller.

Y en filosofía, además de los dos antes mencionados, Schelling, Kant, Marx, Nietzsche, Unamuno, Ortega y Gasset y, -sé que estarás esperando que lo diga, aunque lo dejo para último, pues debido a él siempre le digo a mis estudiantes que la verdad está al final-, Jorge Guillermo Federico Hegel.

Consumí muchos años entre el poeta Hölderlin y un maestro de maestros de nacionalidad belga, Albert Chapelle, para poder ser rescatado del imperioso y negativo Begriff (concepto) hegeliano de la idea-absoluta.

Por último y sin ser exhaustivo, debo recordarte dos libros de cabecera que por años y años me han acompañado.

Uno de ellos ya no lo frecuento, dado que quiero suponer que alguien, tras sustraerlo de mi biblioteca, todavía debe estar beneficiando de él. Me refiero a las obras completas de Shakespeare. Amigo y confidente de los de veras.

El otro lo sigo frecuentando, tanto como al pan nuestro de cada día, aunque pocos lo sepan o me vean en ello. Se trata de la lectura bíblica, sobre todo los evangelios de Juan y de Lucas, además del Génesis y el Éxodo donde, como Agustín de Hipona, busco y por veces encuentro explicaciones a la condición humana.

Con todos los límites de comprensión y de tiempo que se puedan sospechar, no obstante, si no aburro ya, añadiría que la lectura de literatura es una pasión, desde que mi padre me enseñó a leer en un librillo de Azorín y despertó mi imaginación mientras me introducía en la enrevesada mitología griega, justo antes de alcanzar la edad escolar.

No te asustes. Y espero que no me condene la incredulidad. Soy un bípedo sin plumas algo complejo y raro. Pero me defiendo y ahí voy tirando... Ratón de biblioteca decían en otros tiempos y yo añadiría, recordando al autor de las tesis contra Feuerbach, loco por transformar la realidad de todas mis pasiones.

¿Qué se necesita en el país para formar pensadores y personas que mantengan actitudes cuestionadoras?

A ver si entendí la pregunta, “¿qué se necesita?”, pues ni más ni menos que hombres y mujeres que piensen y que logren establecer tradiciones de pensamiento, en y desde suelo dominicano.

No es cuestión de dinero, el cual siempre ayuda, por supuesto.

Sin embargo, al igual que el 4% para la educación está por dar frutos -porque su única justificación es que en el aula presencial o virtual se aprenda, lo cual parece ser que aún no se logra demostrar-, del mismo modo necesitamos estar dispuestos a estudiar, a equivocarnos y a aprender de errores enmendados, utilizando los instrumentos que se encuentran al alcance de nuestra mano y en la grisácea “azotea” de nuestro propio cuerpo.

El lema es aprender a pensar, y entonces pensar y seguir pensando. Y si se hace de forma sistemática, muchísimo mejor.

¿Tiene otras obras en proceso de escritura?

Al finalizar las labores de parto con el ADN cultural del dominicano, comprendí que un apéndice indispensable del mismo era la gran apuesta que el pueblo dominicano venía haciendo por su democracia. Fue a finales del año pasado que escribí y, hace unos meses publiqué mi crítica a ese régimen político, bajo la diestra mano editorial del Archivo General de la Nación y de mi alma mater.

De modo tal que ahora mismo estoy inmerso en la docencia y en el estudio de algunos autores contemporáneos, tales como los filósofos Byung-Chul Han, Shoshana Zuboff y los economistas John Bellamy Foster y Joseph E. Stiglitz..

Pero debo ser sincero. Estoy tentado -y loco por caer en la tentación- de detener momentáneamente esas lecturas y preparar dos obras nuevas: una Introducción a la Filosofía y una Filosofía de la Historia Dominicana. Para explicar esa nueva tentación, compréndase que tengo revolteado el gusanillo pedagógico.

Transito los meses terminales del invierno de mi vida con la firme convicción de que, si algún nombre terrenal tiene la esperanza, son “los pinos nuevos” sembrados en la patria. Son ellos y su formación los que justifican el mejor y más solidario y desinteresado de los esfuerzos.

Ambos libros están hace algunos años en el vivero de los deseos.

El primero, en cientos de notas y de power points que constituyen la columna vertebral de los cursos que doy actualmente en la PUCMM a los bachilleres que ingresan en sus aulas. Abro un paréntesis incidental; privilegio siempre a esos estudiantes aun imberbes, pues me gusta enseñar al mero inicio de la carrera, y no solo a nivel de postgrado, cuando tanta veces el reloj biológico, las obligaciones laborales y las mañas que como animal hermatófogo se adhieren a la vida, ya han realizado su indiscutible labor.

El segundo manuscrito pasó la etapa de la gestación y, en ciernes, muestra su contenido en algunos artículos y conferencias ya escritas, además de uno que otro curso a nivel de maestría, en y fuera del país.

Pero debo coronar la respuesta con otra confesión. Soy como los motores diesel. Claro que sí, más tarde que temprano arranco y, entonces, como testarudo que soy no me detengo hasta finalizar. No obstante, diesel al fin y al cabo, soy muy lento para concebir una idea y ronroneo demasiado antes de poner la mano en el arado.

Si caigo en la tentación, téngase por seguro, será por aquellos pinos nuevos a los que hay que servir donde quiera se encuentren.

¿Cómo aspira a ser leído?

Con los ojos abiertos, la curiosidad despierta, la mente despejada y el espíritu sereno.

En otras palabras como los herederos de Aristóteles, todos ellos amigos de Platón, pero mucho más de la verdad.

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